Los relatos más bellos del mundo (I)
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Entre los muchos recuerdos que guardo de mi madre, todos ellos entrañables, destaca el de verla leyendo Selecciones del Reader's Digest con sus gafas bifocales. Más aún, si tengo en la alta estima que tengo tan veterana revista es por lo mucho que le gustaba a ella. Pero también por un par de libros, una colección de discos y el primer tocadiscos que su afición a Selecciones, como se conoce la edición española, llevó a nuestra casa. Incluido todo ello entre las ofertas a sus lectores de la publicación, en la colección de discos, Gran carrusel de melodías mundiales se titulaba, escuché por primera vez Enamorándose de nuevo, la triste canción de El ángel azul (Josef von Stenrberg, 1930), y La marsellesa, el himno francés.
En la primera toma de contacto, la música es más fácil. De modo que los libros tuvieron que esperar. En aquel tiempo, hace más de cincuenta años, sólo leía las aventuras de Tintín, los queridísimos tebeos y algunas novelas de Enid Blyton. Aun así, las dos antologías de Selecciones, pues de eso se trataba, llamaron poderosamente mi atención. Me cautivaron por sus títulos -Joyas del cuento norteamericano y Los relatos más bellos del mundo- y durante años me juré que habría de leerlos cuando fuera mayor.
Dicho y hecho, ya era un adulto pleno cuando di cuenta de la primera de estas antologías. La segunda, al ser un auténtico volumen, un tocho de tomo y lomo que no puede abrirse en los trayectos en metro -donde leo más y mejor- ha requerido de ese tiempo más pausado con el que discurren los días -y las noches de insomnio- cuando se está al borde de la senectud. Puesto el lector de estas líneas en antecedentes sobre el lugar que ocupa en mi mitología personal el libro al que se refieren, paso a los apuntes sobre esa lectura tan largamente esperada.
La venta de Saltanat, del turco Kemal Bilbasar, el primero de los relatos de amor reunidos, no merece la dignidad del título. Es decir, en modo alguno es uno de los relatos más bellos del mundo. De no ser porque Bilbasar fue un hombre del siglo XX y de no ser porque adolece de esa sorpresa -o cualquier otro de los encantos que han de tener las narraciones en verdad logradas-, podía haber sido uno de los cuentos que Sherezade ofrece al sultán en Las mil y una noches. Su asunto gira en torno a la belleza de Saltanat. Convertida en mujer con tan sólo doce años, su padre -el molinero- decide vendérsela al joven más valiente de la región. Éste deberá demostrar su arrojo separando a la muchacha del perro que la protege. Los jóvenes del lugar lo intentan en vano con sus respectivos canes. Apenas se acercan a Karakurt -el perro de Saltanat- se atemorizan ante su piel y su olor de lobo. Todos menos un criado llamado Mem, quien se aproxima con una loba. Así, cuando Karakurt se va tras la hembra de su especie totalmente encelado, el paso a Saltanat queda libre para Mem. Supongo que el asunto entraña una alegoría sobre los aspectos biológicos del amor, la inteligencia de los pobres o algo por el estilo. Pero a mí, desde luego, no me parece nada especialmente bueno.
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Muy por el contrario, el prólogo de Laín Entralgo sí que me ha llamado la atención. Fueron esas palabras preliminares, leídas al azar en su momento -no me acuerdo cuándo, pero hace mucho- las que me llevaron a recordar que este tomo estaba entre mis lecturas pendientes. Ahora, al dar cuenta del libro, veo que su sabiduría va más allá de esos apuntes sobre la función de la ficción en la vida cotidiana del ciudadano medio de nuestros días. Cuarenta y cinco años después de haber sido escrita la introducción (1969) siguen plenamente vigentes en ese final del día que ofrecen las ficciones televisivas, que vienen a ser algo así como un transporte a esos héroes que quisimos ser en mundos fabulosos: la autorrealización imaginativa.
Naturalmente, en algunos aspectos, el prólogo es un texto arcaico. Se alude al compromiso del ciudadano con la nación, del padre de familia con la formación de sus hijos y los problemas cotidianos del hogar. Cuando éstos están encauzados, precisamente, es cuando hay tiempo para la ficción, sostiene Laín. Pero su sabiduría es eterna. Me rindo cuando recuerda cierta frase de Ramón Menéndez Pidal que rezaba: "No hay joven que no pueda morir al día siguiente, ni viejo que no pueda vivir un año más".
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No sé si El regalo de O'Henry ya me era conocido o de lo previsible que me ha resultado su asunto me lo ha parecido. Se trata de un matrimonio que está pasando estrecheces y no tienen dinero para hacerse los debidos regalos llegada la navidad. Así que ella, Delia, decide vender su espléndida melena para regalarle a Jim, su marido, una cadena para un reloj de bolsillo que tiene en la más alta estima. Cuando el joven esposo -sólo tiene 22 años se nos ha dicho- ve a su Delia sin pelo se queda perplejo. Por un instante ella cree que ha dejado de gustarle sin pelo. Nada de eso. Lo que sucede es que Jim ha vendido el reloj para regalarle a Delia un juego de peinetas de legitimo carey que "ella contempló largo rato con adoración en un escaparate de Broadway".
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Sabía de la alta estima en la que se tiene al Chéjov dramaturgo, pero del prestigio del que goza como cuentista -que al parecer no va a la zaga del de mi dilecto Guy de Maupassant-, no tenía más que una vaga noticia. Distinguido en la introducción como uno de los artífices del cuento moderno, E. L. Doctorow, que definió al ruso como la voz más natural de la ficción, dijo que "sus cuentos parecen esparcirse sobre la página sin arte, sin ninguna intención estética detrás de ellos. Y así uno ve la vida a través de sus frases". Creo que Polinka es un buen ejemplo.
Ambientado en unos grandes almacenes de Moscú, Novedades de París, Polinka visita la sección de mercería preguntando por el dependiente que siempre le atiende: Nicolás Timofeich. Cuando el aludido va a su encuentro, resulta ser su novio. Bajo la disculpa de comprar cierto adorno del vestuario decimonónico -un agremán-, Polinka reprocha a Nicolás que el último jueves el dependiente se marchase de su casa.
En efecto, más que dos conocidos son dos enamorados, o dos jóvenes que otrora tuvieron un proyecto de vida en común ya que aquí prima la conveniencia antes que el amor. Mediante un diálogo disimulado en el diálogo natural de la compra del agremán y otros artículos semejantes. Nicolás confiesa a Polinka que se marchó porque estaba harto de asistir al "teatro" de un estudiante que la ronda. Al borde del llanto, la joven confiesa que se ha enamorado del estudiante. Lo que me hace dudar es el origen de esas lágrimas que comienza a asomar al rostro de la muchacha. No sé decir si obedecen a que Polinka comprende el acierto de Nicolás, cuando le hace ver que ella no es mujer para el estudiante, que éste ni la quiere ni la considera, que si llega a casarse con ella será por su dote. Pero Polinka también podría estar empezando a llorar porque le gustaría que Nicolás, su dependiente, siguiera cortejándola como ha estado haciéndolo. El dilema en que parece debatirse me resulta tan real como la actividad de la sección de mercería de Novedades de París donde está enmarcado el relato.
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Gorgeon, de Edmond About, ha sido todo un hallazgo. No creo que su autor, a la vista del apunte biográfico que precede al texto y de esa definición -"clásico de las letras francesas (...). Pasado de moda"- que da de él Wikipedia, tenga ningún interés para mí. Pero el relato me ha satisfecho plenamente por la forma y por el fondo.
La forma es una concatenación de frases ingeniosas y de lectura rápida, el fondo -al menos en los primeros párrafos- la descripción de un carácter acomodaticio. Gorgeon, el actor que lo protagoniza, el aludido en el título, no pudo ser un trágico con semejante nombre*. Así pues, tras un primer fracaso en las tablas protagonizando un dramón, se convenció de que ya no se iban a escribir tragedias tan buenas como las de Racine y se dedicó a la revista. En el teatro ligero triunfó, y las mieles del éxito le arrojaron a un tren de vida disipada. Pese a que Gorgeon ganaba mucho, no tardó en empezar a jugar y contraer deudas.
Dispuesto a poner fin a su vida disoluta, el actor decide contraer matrimonio. "Fue así como se casó con la muchacha más coqueta de su teatro y de París entero". Paulina Riviére, la joven en cuestión, le es fiel en todo momento. Pero Gorgeon no puede con sus coqueterías. Al principio, todo es el entusiasmo del amor recién nacido; al volver de la luna de miel, cuando la temporada teatral comienza y los admiradores no cesan de revolotear alrededor de Paulina, los celos de Gorgeon no tardan en convertirle en la comidilla de la escena parisina. Ante este panorama, un buen día, sin más, anuncia a Paulina que no le volverá a ver. Dicho y hecho, la actriz, que realmente está muy enamorada de su marido, no vuelve a saber de él. Deja sus coqueteos y se sume en la pena. Pero ese extraño placer que da el desquite del amor despechado ya obsesiona a Gorgeon más que el amor mismo.
Eso es lo que hay cuando el más entregado de sus admiradores, un aristócrata que también resulta ser el más miserable, comenta a Paulina que Gorgeon es la estrella más rutilante del teatro de San Petersburgo. No mucho después, el actor intentará acercarse a su mujer. Pero su unión ya está rota de un modo inexorable: ella le rechaza despechada. Más aún, cuando un aristócrata ruso se traslada a París para proponerla una sutil venganza, Paulina -aunque con serias dudas- acaba por aceptar.
Gorgeon ha conocido la gloria en la escena de San Petersburgo interpretando una obra que ridiculiza a nuestro ruso, quien recientemente ha sido víctima de un agravio sentimental, que se ha hecho del dominio público. Tanto ha sido así que ha inspirado el argumento del éxito protagonizado por el francés. Para vengarse de la afrenta, el ruso ofrece a Paulina una pequeña fortuna con la única condición de que se siente a su lado, en su palco de un modo ostensible, durante ocho representaciones de la nueva obra de Gorgeon. Como aún sigue estando casada con él y eso también es del dominio público, el ruso se dará por satisfecho con que todo el mundo vea cómo la francesa se sienta y, en consecuencia, crea que están liados.
Ya metida en el juego, la actriz se siente incomoda. Escribe un billete a su marido pidiendo que la salve de todo ello. Pero el recadero que elige para entregárselo está al servicio del ruso. El antiguo sentimiento, que tan espontánea y sinceramente unió a nuestro matrimonio, ya ha caído sin remisión en ese placer de hacer daño, por despecho, a quien se ha querido.
En la obra que Gorgeon interpreta hay una escena en la que el personaje recreado por el francés se suicida. Quiere la suerte que la pistola de atrezo falle en una función. Tras bajarse el telón, nuestro protagonista se ofrece a llevar su propia arma el día siguiente. En esta ocasión no hay fallo pues el arma es de verdad. El tiro que descerraja a Paulina su marido la mata al instante. Al punto, Gorgeon vuelve la pistola contra su pecho y se suicida.
"Y se casaron por amor", comenta finalmente About. Pero el amor, aunque se crea más poderoso que la vida, como parece el que une a nuestros actores durante su luna de miel, es tan frágil que puede romperlo una simple mirada, una palabra o cualquier otra nimiedad capaz de desatar los celos. No sé si el autor se refiere a esa fragilidad del sentimiento o al placer del desquite del despecho, pero Gorgeon es, con diferencia, el que más me ha conmovido de los relatos de amor más bellos del mundo.
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* "Sorbo" sería la traducción al español.
(continúa en el asiento del 10 de enero de 2019)
Publicado el 14 de diciembre de 2018 a las 11:15.